Un fuego se eleva. Cuando ya está alzándose la siguiente obra pirotécnica, la luz de la anterior no siempre se ha disipado.Quedan restos. Restos de una luz que un día fue y que ahora ya a nadie importa.
Restos de una acción que queda deslumbrada por una más reciente y no siempre mejor, de la que tan sólo queda recuerdo en el cerebro de quien la realizó.
Hay un tipo de fuego artificial en concreto del cual queda resto. El último. Aquel al que ya casi nadie mira por ser el menos brillante. Aquel al cual, los que restan, miran con desdén por no traer consigo una traca espléndida tras él. Aquel que es recordado por no haber estado a la altura.
Una obra humana más en la cual queda reflejada nuestra acción, nuestro ser, nuestra esencia. Funcionamos como fuegos artificiales.
Hay quienes estallan en múltiples colores, formas, sonidos, pero ellos son olvidados al lucir el siguiente.
También hay viejas memorias, aquel fuego artificial que vimos una vez y nunca olvidaremos. A veces nos estancamos en ellos, comparamos todos con ellos y no nos damos cuenta de que hay nuevas luces que atender en el camino: nuestra luz también hay que cuidarla.
Pero nunca pensamos que quien explotó no vuelve a brillar.
Y en la caja hace calor.